jueves, 21 de mayo de 2009

Relato breve

El despertador sonó como de costumbre, con ese pitido penetrante que tanto detestaba y que le recordaba que era uno más de la legión de madrugadores. Se arrastró fuera de la cama y entró en el cuarto de baño. En el espejo vio su rostro ajado, su pelo cano, la sombra de la barba en su cara…Se duchó sin energías. Se vistió con su sempiterno traje gris, uniformemente desgastado, con los bordes de los bolsillos brillantes del roce de mil manos entrando y saliendo durante tantos años, sus manos. No había nada que comer en la cocina así que nada comió.

Al salir a la calle el ruido del tráfico, ya intenso a esa hora, pareció sacarlo de su trance, ese estado hipnótico en el que se desenvolvía su vida, que no era vida. Pero sólo fue un segundo. Se dirigió a la parada del autobús y esperó, junto a los otros náufragos del asfalto, la visión de su particular columna de humo sobre el horizonte. Ésta llegó, como cada mañana, en forma de la línea 67, Cornellá-Plaza Cataluña, “…suban, no se entretengan, no permanezcan en la plataforma, avancen hacia el final que hay sitio…”, las misma palabras de cada día que el conductor repetía con parsimoniosa indiferencia. Se sentó al final, sí, donde el autobús daba más brincos y hacía el trayecto más incómodo.

Al llegar a su destino, se apeó y caminó el corto tramo que le separaba del portal. Se detuvo ante la puerta del edificio, muestra de anodina arquitectura, un intruso de mediados del siglo XX en medio del ensanche barcelonés, donde estaban las oficinas en las que trabajaba desde hacía 40 de sus 59 años. Un día más, pensó. Pero hoy era un día diferente. Todo se iba a acabar, por fin. En el bolsillo interior izquierdo de su americana había un revolver cargado, seis balas certificadas con acuse de recibo. Todas con nombre y apellidos, la suya también. Entró en el portal. El portero le saludó y él ignoró el saludo. Subió por las escaleras hasta el entresuelo. Entró en las oficinas, todos estaban ya allí.

La primera fue para el director, ese tipejo rastrero que le ninguneaba constantemente. La segunda para Contreras, ese lameculos que le robó su ascenso hacía años. La tercera para Margarita, siempre con esa sonrisita tan enervante, no la soportaba ni un día más. La cuarta para Jacinto, siempre se burlaba de él. La quinta para Vidal, siempre se quedaba con los méritos de su trabajo. La sexta…

El despertador sonó como de costumbre, con ese pitido penetrante que tanto detestaba y que le recordaba que era uno más de la legión de madrugadores.