jueves, 19 de noviembre de 2009

Recuerdos

Cuando yo tenía diez u once años y ya me dejaban ir un rato solo a la plaza delante de casa (eran otros tiempos), los colegas y yo nos íbamos a otra parte, naturalmente, y solíamos acabar en los “chelines”, deformación de la palabra “futbolines”, producto de una mente desconocida cuyo origen se perdía en el tiempo. Para nosotros los “chelines” siempre se habían llamado así, ésta era una verdad inmutable. En alguna ocasión nos podíamos referir al local como los “futbolines” pero, en cualquier caso, nunca como los “recreativos”, expresión que considerábamos más cursi que un pijo con un jersey rosa anudado a la cintura. Tampoco lo llamábamos los “billares” a pesar de que tenía varias mesas de billar, francés por supuesto, pues la mariconada de las bolitas de colorines aún iba a tardar en llegar. A dichas mesas de billar sólo se atrevían los muy osados de las generaciones del barrio que nos precedían en edad, gente siniestra de malas costumbres y mirada torva de entre dieciséis y veintitantos años. Que su destino estaba marcado lo demuestra el hecho que, años después, acabaron todos en la cárcel o muertos o ambas cosas. El caballo corría veloz por aquellos tiempos. Pero yo iba a hablar de otra cosa. En los “chelines” había una máquina de discos, sencilla pero hermosa, ancha como ella sola, en la que una pieza en forma de pinza, en la que se encontraba la aguja, recorría una guía de un extremo a otro del aparato buscando el “single” previamente seleccionado con unos grandes y cuadrados botones blancos. C 8, y allá que iba la pinza hasta detenerse frente al disco elegido de toda la formación de discos, todos erguidos y alineados como para pasar revista. Entonces el disco basculaba hacia delante hasta introducirse en la pinza que lo sujetaba y empezaba a girar mientras la aguja entraba en contacto con el vinilo. Y empezaba la música. No recuerdo todos los discos que tenía la máquina, no más de quince o veinte, pero no variaron mucho a lo largo de los años. Eran como una especie de Hit Parade perpetuo. Era un misterio para mí quien había metido allí esa máquina y, sobre todo, quien cambiaba muy de tanto en tanto alguno de los discos. Pues era evidente que el señor José, el encargado del local, no estaba dotado para esos menesteres. Su trabajo consistía en desatascar bolas de los futbolines, monedas de las máquinas de pinball, dar las tres bolas de billar a los jugadores y mantener el orden y las buenas costumbres acompañado por un pedazo de tranca de ese noble material llamado madera. La revolución tecnológica que supuso la aparición de las primeras máquinas electrónicas (la del tenis, la primera de marcianitos y el clásico comecocos), junto con la mala vida, todo hay que decirlo, apartaron con los años al señor José de sus labores, siendo sustituido por sucesivos jóvenes imberbes carentes de su genio y de los sabios pescozones que solía darte si te pillaba.

De entre todas las canciones de aquella bendita máquina, traigo un par de representativas muestras. En primer lugar Witch Queen of New Orleans (1971) del grupo norteamericano Redbone, cuyos integrantes son de origen indio americano e hispano y salían a actuar vestidos como pieles rojas. Tuvieron un par de éxitos más, pero éste es el único que llegó a los “chelines” de mi barrio.


Redbone - The Witch Queen of New Orleans
por peter95000


La siguiente es A Real Mother for ya (1977) de Johnny Guitar Watson (1935 – 1996) un bluesman de los pies a la cabeza con el que muchos artistas están en deuda pues abrió muchas caminos para el blues, funk, rap, además de ser un guitarrista, como solíamos decir en aquellos años, de “cojones”. Todos queríamos tener una Fender Stratocaster.