
De todas formas, si llego a esas provectas edades igual pienso que no estoy tan mal y que quien es nadie para cuestionar mi sacrosanto derecho a conducir mi automóvil, mi vehículo eléctrico o mi nave espacial a ras de suelo (si la ciencia nos la brinda en cómodos plazos). ¡Con la Iglesia hemos topado! ¡Con qué derecho se atreven a ningunear mis derechos! Y la liaríamos parda.
En Francia se han dado casos de reclamaciones judiciales de familiares de víctimas de accidentes de circulación contra los familiares del conductor borracho, por haber permitido éstos que dicho conductor saliera a la carretera y provocase el accidente en el que murieron las citadas víctimas. ¿Se podría reclamar aquí al Estado por las consecuencias de autorizar a determinadas personas el uso del volante? ¿Donde estaría el límite? ¿Caso a caso? ¿A partir de una edad? ¿Debería haber límite?
El sentido común, el menos común de los sentidos, nos indicaría a cada uno cuando aceptar la propia realidad. Pero eso es de una ignorancia supina. Entre otras cosas, los seres humanos nos dotamos de organizaciones, de estados, para acoplar las diferentes realidades y que ninguna prevaleciera sobre las otras, por lo menos en el plano teórico. Mientras los 350 años se alejaban en automóvil a la estratosférica velocidad de 10 km/h a través de la zona peatonal, una tonadilla vino a mi mente para demostrarme que todo es relativo: los sesenta y cuatro años de hace cuarenta años eran por lo menos casi lo mismo que los ochenta y tantos de ahora ¿O no?