lunes, 19 de abril de 2010

Un camino de vuelta (2)

… /… (Enlace a lo ya publicado)

El automóvil traqueteó por diferentes calles hasta enfilar la carretera de la montaña. La noche era húmeda y la calzada estaba mojada como si una fina lluvia la acabara de impregnar. Después de una subida prolongada salpicada de curvas, el vehículo se desvió a la izquierda por el camino que llevaba al segundo vertedero municipal del sector norte, conocido popularmente como Torre Rosita, pues por el cambio de siglo del XIX al XX hubo allí una casa de veraneo de tal nombre que un indiano construyó para su querida. Desde luego el paraje había conocido mejores tiempos. El camino pasó de asfalto maltrecho a tierra y piedras nada más dejar la carretera. Tras un par de kilómetros, el automóvil llegó al final del recorrido, una pequeña explanada circular con el espacio justo para que los camiones de la basura pudieran maniobrar para descargar, dar media vuelta y volver por donde habían venido. Ninguna instalación, ni oficial ni oficiosa, indicaba qué se hacía allí. Solo un par de postes de luz alumbraban tenuemente el lugar. No se veía un alma. Aún era pronto para que el ritual de todas las noches comenzara.
En el extremo opuesto de la explanada, el talud se asomaba en vertical a un profundo barranco del que salía un olor apestoso. Julio Dimitri colocó el coche en posición para evacuar su carga. Si ya le había costado meter al Gordo en el maletero, sacarlo fue una tarea titánica. Sin embargo, una vez el cuerpo en tierra lo pudo hacer rodar hasta hacerlo caer por el borde del desnivel. La oscuridad y la pestilencia se tragaron a Jon Barnes Sistiaga, alias el Gordo Barnes, cincuenta y ocho años y ciento diez kilos de peso, antiguo jugador ventajista en timbas de mala muerte y proxeneta ocasional, reciclado posteriormente en contable a sueldo de gente turbia con negocios más turbios todavía. El asunto tenía su lado irónico pues las clases de contabilidad que, siendo él aún joven, le había pagado su tía para que dejara la mala vida que llevaba habían sido ciertamente, con los años, el final de su mala vida. Julio Dimitri miró al vacío del barranco y no vio nada. Se dio media vuelta, cerró el maletero del coche, se secó el sudor de la frente, se sentó frente al volante, arrancó y se fue de allí. La explanada recobró entonces el silencio y la atmósfera irreal que poseen los lugares cuando nadie los mira. Como si el hecho de contemplarlos fuera la única razón de su existencia.

(Continuará)

Estoy haciendo una recopilación de los héroes policiales de mi infancia y adolescencia y para esta tercera entrega viene uno de mis favoritos: El Inspector. Serie nacida al amparo de los títulos de crédito de la película La Pantera Rosa, los casos del tenaz Inspector de la Sureté y su pragmático ayudante el agente Dodo están entre lo más descacharrante del mundo del dibujo animado, superando con creces a su homólogo fílmico. Son de destacar los, en muchas ocasiones, surrealistas diálogos entre ambos personajes. Primero la sintonía y luego un interesante caso.