
Viendo lo que le ha pasado al pobre Llongueras (lo de pobre es solo una manera de hablar) y a otros anteriormente, me he acordado de una frase que leí hace ya algún tiempo y que venía a decir, más o menos, que la familia es una de las primeras fuentes de infelicidad que tiene el ser humano, sino la máxima. Cuando le preguntas a alguien por sus relaciones familiares, salvo excepciones la mayoría contesta que son estupendas, son como una piña, hacen un montón de cosas juntos, los hermanos y/o hermanas son fabulosos, ahí siempre apoyando y ¡Qué decir de padres, tíos, abuelos, etc.! ¡Unos santos es lo que son! Siempre dispuestos a ayudar. Este panorama idílico, sin embargo, no oculta que tras las puertas de casas y pisos se desarrollan las más deleznables coacciones sobre los individuos integrantes del núcleo familiar (
“si nos quisieras no actuarías de esa forma”), se cataloga a los miembros con rigor científico (
“éste es el listo de la familia pero su hermana no vale para nada”), se juzgan sentimientos con precisión de oráculo (
“ésa no te quiere ni te ha querido nunca”), se regurgita el pasado y ya se sabe que el devuelto siempre huele mal (
“porque el daño que me hiciste aquella vez no te lo perdonaré nunca”) o se realizan operaciones económicas dignas del mejor de los tiburones de Wall Street (
“la casa de los abuelos será para mí o si no os joderé la vida a todos”). Naturalmente, Llongueras no me da ninguna pena, ya tendrá el riñón bien cubierto, pero no deben ser pocos los modestos y anónimos ciudadanos que confiaron en sus familiares para asuntos económicos y salieron trasquilados. Una teórica encuesta nos mostraría que asilos y residencias de ancianos tienen un elevado porcentaje de este tipo de casos entre sus ingresados. A veces la condición humana es una de las más tristes condiciones. Reflexionemos.