jueves, 18 de septiembre de 2008

El cambio

La naturaleza del ser humano es especial. Especial porque se aparta de la propia condición de su ser (humano) para adentrarse en la inhumanidad, que no en la animalidad. Los animales no se apartan de su condición animal, no pretenden ser otra cosa, y sus actos responden a la lógica aplastante de la naturaleza. Se dirá que en los animales lo que prima es el instinto natural, una especie de orejeras que sólo permiten moverse en una dirección. Pero yo pienso que el ser humano también se rige por el instinto, aunque no de tipo natural. Más bien se trataría de un instinto artificial, creado a través de los siglos por el aluvión de formas de alienación con el que la sociedad se ha ido dotando. La sociedad: ese monstruo formado por todos y por ninguno, que condiciona nuestras vidas pero que no puede cambiarse a sí misma, en la que todos influimos pero en la que no tenemos ninguna influencia.
Las formas de dominación, las leyes, las normas sociales, las religiones, los métodos de producción y un sinfín de cosas más han hecho del ser humano lo que es: alguien que pretende ser una cosa diferente de lo que en realidad es, porque cree que ha superado su instinto animal y ahora es racional y se ha autocalificado de “Homo Sapiens Sapiens”.
Lo anterior no quiere decir que, en el fondo, todos seamos unos bestias, sino que los seres humanos hemos “olvidado” cómo escucharnos, cómo relacionarnos, cómo vivir de acuerdo a un modo que, a falta de una palabra mejor, definiríamos como “natural”. Es lo que de vez en cuando nos dice esa vocecita en el interior de nuestra cabeza y que rápidamente acallamos y aplastamos. De este enfrentamiento entre la realidad y la ficción surge el conflicto. Esta confrontación tiene rasgos autistas, todos nos miramos el ombligo para qué lo vamos a negar, pero la cosa va a mayores.
En la, para mí, soberbia película “El silencio de los corderos” (1991) de Jonathan Demme, el doctor Hanníbal Lecter orienta a la agente del FBI Clarice Starling sobre la naturaleza humana y las motivaciones que mueven al psicópata que Clarice ha de capturar, la necesidad de arrancar a sus víctimas aquello que ha de ser suyo y que éstas no merecen. Porque para el ser humano de hoy en día sólo hay una cosa peor que su conflicto entre lo que es y lo que pretende ser: ver, o al menos creerlo, que otro ser humano sí que es lo que pretende ser. Eso nos enfrenta con la insoportable idea que otra vida, otro mundo, es posible y está a nuestro alcance pero que no somos capaces de lograrla. Decepción, frustración, envidia. Envidiamos aquello que vemos, lo codiciamos, y si no podemos tenerlo, preferimos destruirlo. Así, el que destaca por su inteligencia es denostado, el que asombra por su habilidad es ninguneado, el honrado es calumniado, el débil es aplastado y el feliz consigo mismo es sospechoso como mínimo de idiotez.
La denominada vida moderna no para de ofrecernos estímulos prometiéndonos esa otra vida posible pero en el fondo sabemos que no es así, que para ello deberíamos hacernos cargo de nuestras propias vidas y todo parece conspirar para que eso no se produzca. Además, muchas personas preferirían volverse locas antes que hacerse cargo de su propia vida.
Como dice el refrán, “la esperanza es lo último que se pierde”, así que esperemos que, con nuestro esfuerzo continuado, podamos superar nuestra “condición racional” y acercarnos a una condición natural más humana en la que, por ejemplo, no forcemos a nuestro cuerpo con comportamientos y actitudes insalubres, no clasifiquemos y compartimentemos a nuestros semejantes, respetemos nuestro entorno (aunque sólo sea porque es el único que tenemos) y podamos aspirar a algo más que a cambiar el coche, el móvil, la casa, los muebles, la pareja. Porque no hemos de cambiar las cosas sino cambiar nosotros.