Paseo por la calle a esa hora de nadie que va de las nueve a las diez de la noche. Es un momento del día en el que mengua la cantidad de gente que camina por las aceras. Los que quedan van presurosos para llegar cuanto antes a sus casas, a cenar con sus familias. O quizá no. Quizá sólo desean salir del mundo y refugiarse en sus cubículos para coger fuerzas hasta el día siguiente.
Pero hay otros paseantes que llevan otro ritmo diferente, como más derrotado. Me cruzo con una mujer que habla por el móvil. Es una conversación de recriminaciones, de culpas. Palabras gastadas a fuerza de repetidas que vuelan como dagas una vez más. Paso junto a una farmacia bunkerizada, con su ventanuco dispensador, frente a la que se ordenan en cola ya unos pocos transeúntes. Es pronto para ver ojos vidriosos, rostros ausentes y semblantes colgados pero todo llegará. En un pequeño cajero automático, pequeño recibidor bancario de los pocos que no han sido sustituidos aún por una máquina directamente orientada a la calle, se refugian dos hombres jóvenes de aparente origen africano. Charlan entre ellos, probablemente se expliquen sus cuitas del día, o de toda una vida.
Para los que no lo conozcan, el cruce de las calles Numancia con Berlín es uno de esos cruces amplios, rectilíneos y anodinos, de cinco carriles por calle y esquinas sesgadas al gusto del ensanche barcelonés al que, sin embargo, no pertenece. Dominan tres de sus cuatro chaflanes un banco y dos cajas de ahorro. El cuarto queda para un imponente edificio de oficinas con carteles de alquiler disponible. A esa hora de la noche y con una leve bruma que amortece la luz de las farolas, el cruce asemeja irreal. Podría encontrarme en cualquier otra ciudad, en cualquier otro país. Eso debe ser el desarraigo, estar en cualquier sitio y no estar en ninguno.
Voy de vuelta a casa. Las calles empiezan a mojarse a causa de la humedad y ya apenas se ve gente. Todo parece ralentizarse en espera del día siguiente. Ya voy llegando.
Pero hay otros paseantes que llevan otro ritmo diferente, como más derrotado. Me cruzo con una mujer que habla por el móvil. Es una conversación de recriminaciones, de culpas. Palabras gastadas a fuerza de repetidas que vuelan como dagas una vez más. Paso junto a una farmacia bunkerizada, con su ventanuco dispensador, frente a la que se ordenan en cola ya unos pocos transeúntes. Es pronto para ver ojos vidriosos, rostros ausentes y semblantes colgados pero todo llegará. En un pequeño cajero automático, pequeño recibidor bancario de los pocos que no han sido sustituidos aún por una máquina directamente orientada a la calle, se refugian dos hombres jóvenes de aparente origen africano. Charlan entre ellos, probablemente se expliquen sus cuitas del día, o de toda una vida.
Para los que no lo conozcan, el cruce de las calles Numancia con Berlín es uno de esos cruces amplios, rectilíneos y anodinos, de cinco carriles por calle y esquinas sesgadas al gusto del ensanche barcelonés al que, sin embargo, no pertenece. Dominan tres de sus cuatro chaflanes un banco y dos cajas de ahorro. El cuarto queda para un imponente edificio de oficinas con carteles de alquiler disponible. A esa hora de la noche y con una leve bruma que amortece la luz de las farolas, el cruce asemeja irreal. Podría encontrarme en cualquier otra ciudad, en cualquier otro país. Eso debe ser el desarraigo, estar en cualquier sitio y no estar en ninguno.
Voy de vuelta a casa. Las calles empiezan a mojarse a causa de la humedad y ya apenas se ve gente. Todo parece ralentizarse en espera del día siguiente. Ya voy llegando.