miércoles, 19 de mayo de 2010

Un camino de vuelta (6)

V

El inspector Caldén golpeó la puerta por tercera vez. En ese mismo instante ésta se abrió y el rostro desencajado de Josephine Prat apareció ante él. Su aspecto era frágil y delicado, todo lo contrario a lo que él había imaginado. Aunque había oído hablar de ella a los compañeros en comisaría, aquella era la primera vez que la veía. “La nueva puta de Barnes está muy buena” decían, “¡Cómo se las busca el jodido!”. Conociendo el pasado proxeneta del Gordo, no era de extrañar su buen ojo. Pero Caldén no esperaba ver lo que vio ni que saltaran a primera fila unos recuerdos que creía enterrados. Ella llevaba un vestido largo entallado de color vino hasta justo por debajo de las rodillas. El escote era en pico pero discreto. Los zapatos, de poco tacón, sin estridencias y a juego con el vestido. El cabello, de tonos castaños, estaba recogido en la nuca por un pasador con forma de mariposa. A pesar de su juventud, se la veía hecha y derecha, toda una mujer, pero seguía teniendo esa expresión ingenua en la cara como la primera vez que él la había visto, seis años atrás, en el prostíbulo de Max.
Seis años atrás Caldén no estaba pasando su mejor época. Tenía problemas con el alcohol, su mujer se había largado y los nervios le habían jugado una mala pasada en una detención sin importancia que acabó con un muerto y una suspensión cautelar. Entonces estaba destinado en otra ciudad, lejos, en el interior, donde los días se le hacían eternamente largos. Mientras se aclaraba su asunto y las aguas volvían a su cauce, Caldén pasaba las horas entre la bebida y las putas. El mejor local de la ciudad para ambas cosas era el Rex Max, propiedad de Max Montez. Allí, una noche de verano, el propio Max le propuso probar la nueva delicia del local. En otras circunstancias y con otro poli, Max Montez no se la habría jugado. Pero sabía que Caldén estaba en horas bajas y quería atraparlo en su telaraña para cuando las cosas pudieran cambiar. Max sabía tejer muy bien. Lo llevó al último piso, la tercera planta de su local, le abrió la puerta de una pequeña suite y se marchó. Caldén entró y cerró la puerta tras él. Le intrigaba qué sorpresita le tendría Max preparada. A un lado de la suite había una pequeña zona de bar y al otro lado, tras unas cortinas semitransparentes, una gran habitación con una cama enorme y espejos por todas partes, muy del gusto estridente de Max. En la cama, sentada en una esquina, había una muchacha de como mucho dieciséis años. Se envolvía con una sábana negra de seda, que había cogido de la cama, igual que el náufrago se agarra al salvavidas. Era bellísima. “¿Cómo te llamas?” le preguntó Caldén. “Josephine” respondió con un hilito de voz.
- ¿Sabes algo de Jon? – Por primera vez desde hacía un buen rato Josephine Prat se recompuso interiormente y recobró el control. Había reconocido a Sam y no quería mostrase débil ante él – Por eso vienes ¿No?
- En realidad lo estoy buscando – Samuel Caldén, Sam sólo para muy pocos, era una tormenta dentro de un contenedor de piedra - ¿De verdad no sabes donde está?
- No. Hace más de dos horas que debería haber llegado. Estaba muy nerviosa cuando has llamado a la puerta y, al abrir y verte, por un instante he pensado lo peor – Su voz perdía fuerzas a medida que hablaba - ¿Qué sucede Sam?
Al oír su diminutivo en boca de ella, después de tanto tiempo, el inspector Samuel Caldén recobró algo que creía perdido desde hacía mucho.

(Continuará)

De las muchas series que poblaron mi infancia, la de más glamour fue sin duda Los Vengadores (1961 – 1969), en especial de los años 65 al 67, con la maravillosa Diana Rigg en el papel de Emma Peel y Patrick Mcnee como John Steed. Se trata de una serie británica en la que una pareja de agentes resuelven las más enrevesadas y psicodélicas situaciones en la Inglaterra más pop.