martes, 11 de mayo de 2010

Un camino de vuelta (5)


IV

Julio Dimitri enfiló su automóvil por el callejón de entrada al recinto industrial abandonado. Poco a poco el paso se fue ensanchando hasta desembocar en un gran patio central cerrado por tres grandes naves, ahora vacías y en total oscuridad. En tiempos había habido allí una gran actividad. Día y noche los telares producían metros y metros de tejido de muy diversos tipos y texturas que se exportaban a todos los rincones del mundo. Lo que hoy era callejón fue amplia avenida de entrada por la que los camiones no paraban de circular. Todo aquello había muerto, un poco como el alma de la ciudad. El coche de Dimitri giró a la derecha para luego orientarse hacia la izquierda y pararse. El motor se detuvo y el silencio volvió a tomar posesión de lo que era suyo. Había silencio, sí, pero no soledad. Frente al desvencijado cacharro de Dimitri, en la otra esquina del patio, una gran sombra aposentada sobre sus cuatro ruedas esperaba desde hacía un rato. Los faros de la sombra se encendieron y parpadearon dos veces antes de volver a apagarse. Dimitri repitió la misma clave convenida. Del asiento delantero derecho de la sombra se apeó una figura que caminó hacia el centro del patio. Julio Dimitri hizo lo propio y se dirigió a su encuentro. La diferencia entre los dos hombres era abismal. Dimitri, a pesar de ser un peligroso asesino sin escrúpulos, era bajo, flacucho y todo lo contrario a lo que la palabra imponente pudiera describir. Quizá era esa su mejor arma, la sorpresa. Su interlocutor, en cambio, era grande se le mirara por donde se le mirara. Apenas un breve intercambio de palabras y la figura volvió sobre sus pasos para colocarse al lado de la ventanilla trasera izquierda. El cristal bajó unos centímetros y algo se dijo, pero Dimitri no pudo oírlo desde donde estaba. Un sobre alargado salió del interior del gran automóvil, el sicario lo cogió, caminó hasta Dimitri y se lo entregó. Éste esperó a que el sicario regresara a su vehículo antes de encaminarse al suyo. Dejó el sobre en el asiento contiguo y mientras se preparaba para arrancar, el otro automóvil, un gran sedán, pasó a toda velocidad hacia el callejón, deseoso de salir de un lugar que no era el suyo. Dimitri introdujo la llave en el contacto para girarla y un estampido seco esparció su masa cerebral por todo el interior del parabrisas y el salpicadero. Una figura oculta en el asiento trasero se incorporó, guardó su arma en el interior de su abrigo y cogió con dos dedos el sobre salpicado. Después acabó de echar un ojo más detenido al interior del coche, se bajó y abrió el maletero para seguir su inspección ocular. Satisfecho, cerró el maletero y corrió hacia el callejón donde la gran sombra le esperaba. Se subió atrás y el gran sedán salió del recinto impulsado por el ronroneo de sus ocho cilindros. Por dos veces en una noche la muerte había estado al lado de Julio Dimitri. La primera a su favor, cuando había eliminado al Gordo Barnes. La segunda en su contra, apenas un par de horas después, cuando sus ojos clavados en el sobre que le traían no habían visto como otro sicario oculto se colaba en el asiento trasero de su coche.
El silencio del gran patio se empezó a romper, primero poco a poco, luego con más ímpetu, a medida que la fina lluvia se transformó en aguacero. La cortina de agua se hizo más espesa y golpeaba con dureza el suelo. La tormenta estaba en su apogeo y un relámpago iluminó todo el recinto, el patio, el coche y lo que quedaba de la cara de Julio Dimitri.

(Continuará)

Sin duda, para mí, ésta es la mejor serie de mi infancia. El efecto que causó en la audiencia de españolitos de entonces fue imborrable. Mi familia se reunía reverencialmente cada semana para su dosis de Misión Imposible.