martes, 17 de noviembre de 2009

Desde el castillo

Por motivos de trabajo he ido esta mañana al banco. Delante de mí, un hombre mayor, sesenta muy largos, pero muy bien trajeado. Es bajo, uno sesenta y tantos, más bien gordo, respira con dificultad a pesar de llevar adherida a la nariz una de esas tiritas rígidas que abren las fosas nasales y que venden como remedio para los ronquidos. Parece a unos pocos pasos del infarto. El sujeto que le atiende en la ventanilla es joven, alrededor de veinticinco si llega. Solo puedo ver su camisa y su corbata, que claramente no conjuntan. Además, el nudo de esta última es demasiado grueso, como para amarrar un barco. Se ve que al acabar la carrera pasó de los tejanos y las camisetas a la americana con corbata, un salto muy temerario si no se cuenta con un bagaje de colchón. El joven está claramente molesto con la lentitud del viejo, que no acierta a decir coherentemente su DNI. Suelta un “como es natural, no me sé la cuenta”, con una sorna que dice que será viejo pero más chulo que un ocho. Es el típico cliente de “antes”, el que conocía a todos los empleados por su nombre porque los empleados eran siempre los mismos durante muchísimos años. Ahora un banco cambia más rápidamente de empleados que un famoso de pareja. Ingresa un talón en su cuenta pero a pesar de ello está en números rojos, como le dice el joven claramente para que, además del cliente, nos enteremos todos. Pero, aparte de mí, no hay nadie más en la cola. Es un banco que presume en su nombre de ser muy conocido, pero se ve que no es muy visitado.
Cuando el hombre mayor se va, parece algo desorientado y no acierta con la puerta de la cabina de salida, ésas en las que has de entrar, esperar que se cierre para poder abrir la siguiente y ganar la libertad del exterior. Le dice al joven empleado que lleva marcapasos (lo cual explica muchas cosas) pero éste no parece comprender. Afortunadamente surge una empleada de no se donde y ayuda al hombre mayor a salir. Gano la posición frente a la ventanilla y el joven empleado me pregunta “¿Qué quiere decir con que lleva marcapasos?”. Le indico al joven empleado que quizá el hombre mayor temía que si había un arco detector de metales en la estructura de paso, éste podía afectar al funcionamiento de su marcapasos. Parece sorprendido y extrañado, como cuando nos explican una verdad científica y no acabamos de creérnoslo.
Después de realizar mi gestión gano la calle. Llevo una sensación rara encima, se me ha enganchado en el banco. He visto a los extremos opuestos de la vida tocándose. El joven y el viejo, cada uno en su castillo, mirando por encima de sus murallas lo que para ellos es el páramo vital de los demás. Ya no volveré a ser joven, pero no recuerdo haber tenido esa suficiencia. Sí seré viejo y espero, para entonces, no haberme dejado controlar por la arrogancia de los años. Vuelvo a la oficina pensando en los bancos como teatros de la vida. ¡Qué cosas se te ocurren Enric!