martes, 13 de octubre de 2009

La casa de los dos atardeceres

Ayer volví a la casa de los dos atardeceres. Apenas nada ha cambiado en este último año. A las mañanas cálidas les siguen las tardes agradables y las noches frescas. El bullicio de la calle continua tan animado, más aún si cabe por las fiestas. Por la calle adoquinada los chiquillos bajan con sus bicicletas a toda velocidad, haciendo sonar los timbres para que la gente se aparte ¡Casi se llevan por delante a la vendedora de globos! Ésta les ha lanzado una maldición gitana que habría fulminado a personas más impresionables, pero los críos han continuado su carrera entre risas. Al abrir la puerta de madera he sentido un poco de aprensión por romper la quietud del interior. Todo esta limpio y ordenado pues la señora Rita se pasa cada semana a limpiar y comprobar que no haya ninguna incidencia ¿Recuerdas cómo nos reíamos al principio cuando ella invertía las letras y decía “indicencia”? La imaginábamos como una celosa guardiana de las buenas costumbres. Debió pensar entonces que éramos una pareja de chiflados. La he visto en la calle, antes de entrar. Me ha mirado como si viera a un fantasma. La luz, esa luz de otoño que entraba por los amplios ventanales y que tanto nos enamoraba, sigue entrando de la misma forma, impasible, ajena al paso del tiempo. Parece todo tan igual. Sin embargo algo sí ha cambiado, tú no estás. Tú no estás aunque te vea en cada rincón, aunque oiga un ruido en la cocina y espere verte asomando la cara diciendo “se ha quemado el pollo pero me quieres igual ¿Verdad?”, aunque cierre los ojos y te escuche respirar. Igual la señora Rita tiene razón con su mirada y yo sólo sea un fantasma, alguien que se mueve sin rumbo, que hace cosas, pero en el que nadie se fija. No creo que nadie me haya mirado en todo el trayecto de la estación hasta aquí. No existo. Igual por eso he querido regresar al lugar donde una vez existí porque alguien me miraba. Veo el sol languidecer por segunda vez y recuerdo las palabras del bueno de Mario, jurándonos que no vendería su pequeña casa de enfrente a nadie, para que no construyeran ningún edificio tan alto como el de su lado. De esta forma, el sol seguirá ocultándose dos veces cada tarde de octubre a marzo, mientras Mario aguante y sus sobrinos no se hagan con su casa. Debería pasar a verle pero no me atrevo, sé que acabaremos llorando y no quiero llorar, hoy no, mañana tal vez. Sólo he vuelto para notar cómo me abrazas en la casa de los dos atardeceres.